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La Masía


Historia de antaño


06 may 1960

L’Aragall 1956 - 1968

Compra de la propiedad en 1956

Nosotros cada año íbamos a Martinet y luego mi padre subía cada fin de semana por la carretera de Vic-Ripoll-Collada de Tosses-Puigcerdá. Al salir de Barcelona el paisaje era bastante anodino hasta las primeras estribaciones del Pirineo, pasada la Plana de Vic. Sin embargo, había un tramo que era realmente bello, en los valles de Figaró y Aiguafreda, con montes escarpados cubiertos de bosque y el río Congost discurriendo por el fondo. Al llegar a Aiguafreda, en un tramo recto, se veía, a media montaña, una gran Masía de piedra, emplazada en un sitio ideal: aislado, soleado, cerca del pueblo. Mi padre se enamoró del lugar: hizo averiguaciones y, al final resultó que la masía pertenecía a una gran finca de más de 100 hectáreas, que era propiedad de un asentador del Borne, el cual la había comprado para especular. Hablando con él consiguió que le vendiera la mejor parte de la finca, de unas 50 hectáreas, que tenía por centro la masía y colindaba con la zona urbana de Aiguafreda la mayor parte de la cual estaba constituida por viviendas aisladas con jardines. Se la vendió a buen precio con la condición de que él vendiera el resto de la finca y así quedaron.

Confirmada la venta, el 12 de Octubre de 1956 fuimos por primera vez a LÁragall, que era la masía, que daba nombre a la finca y que el anterior propietario no nos quería enseñar porque entendía que desmerecía el conjunto. Conocimos a la familia Vicens, los masoveros, que estaba compuesta del abuelo de más de 80 años, los padres y dos hijos. Nos presentamos como nuevos propietarios y ellos nos recibieron amablemente y nos regalaron una cesta de huevos. Vivian en la casa principal. Aparte había una casa adosada de dos plantas y un pajar. Unas escaleras bajaban desde el patio principal a un sótano cuyo suelo estaba absolutamente cubierto de estiércol de vaca con un espesor importante. Las vacas entraban desde el campo de delante de la casa por unas arcadas que daban a la puerta del sótano. En una esquina de la terraza había una “comuna” (antiguo sistema de wáter) con tres asientos contiguos de madera con reposabrazos y un agujero que daba al estercolero de abajo. La casa era una ruina. El abuelo de la familia vivía en el único dormitorio de la planta baja, que era el más habitable y que desde entonces se llamó “el cuarto del viejo”. Las ventanas en la fachada suroeste eran pequeñas, rectangulares y con un hierro de forja con pinchos. Al fondo la cocina tenía, como todas las masías antiguas, una chimenea con una gran campana y delante de ella, adosados a las paredes unos bancos corridos con un alto respaldo (ascons) y una mesa. El comedor estaba justo encima del sótano de las vacas y, por las junturas de las tablas, mal ajustadas, del piso subía el calor y por supuesto el olor de las vacas, por esto nosotros en principio la llamábamos “La casa de las vacas”. El resto de la familia dormía en las pocas habitaciones que quedaban hábiles. Los suelos eran de un forjado de yeso sobre cañizo apoyado sobre vigas de madera. En varias habitaciones estaban hundidos. Contaban que, en la habitación, que luego fue estudio, el hijo del masovero estaba llenando un saco de trigo y cuando el peso alcanzo el límite se vino todo abajo. Jesús, que así se llamaba el hijo salió milagrosamente bien parado. La casa, pues era una ruina, el estuco de las paredes tenía boquetes y los tejados innumerables goteras. El agua la traían de un manantial con una balsita, a unos cincuenta metros de la casa y por supuesto no había electricidad y mucho menos teléfono. El dintel de una ventana de piedra ponía: JHS (Jesucristo) Ara (Contracción de Aragall, el apellido del primer propietario) y una fecha 1604, la casa más antigua de Aiguafreda.

El 16 de marzo de 1959 los masoveros entregaron las llaves, recogieron sus bártulos y se fueron al pueblo a orillas del rio Avencó, a una casa de dos plantas, a donde luego fueron todos a vivir, sin vacas ni gallinas ni campos de labor. El abuelo murió al poco tiempo. Al fin éramos dueños absolutos de l’Aragall. La casa ya he dicho como estaba: una pura ruina y por supuesto los masoveros la dejaron tal cual. Aun y así tenía un encanto especial. Las paredes

on arcilla en su interior la piedra estaba rejuntada sobre roca que afloraba en la entrada y en el sótano, así como en la parte posterior de la planta baja de la casa adyacente a la principal. El hecho de que este afloramiento de piedra discurriera bajo la casa hacía que el agua, en época de lluvia, corriera por encima de la roca y subiera por capilaridad por la arcilla por lo que la casa era húmeda, lo que en verano era una ventaja porque era muy fresquita. Las habitaciones de la planta baja que daban a la parte de atrás estaban bajo el nivel del terreno y cuando llovía caían verdaderos manantiales por las paredes. La entrada como toda masía que se precie era una portada ancha de medio punto de dovelas de piedra. Un lateral estaba comido en un punto determinado por la “bendición de la sal”, que anualmente hacía el párroco de Aiguafreda echando sal y agua bendita que se comían la piedra año tras año. En el patio delantero la casa principal y la adyacente estaban unidas por un maravilloso porche con una plataforma superior de madera con barandilla de roble, donde se secaban las mazorcas de maíz. Ya he dicho que en este patio había unas escaleras, por la que a través de un patio rodeado de arcadas y una bóveda de piedra se accedía al sótano umbrío donde habían estado las vacas.

Fuera había un pozo- cisterna coronado por una estructura circular con remate cónico, todo ello de piedra, Al lado las raíces de un enorme olmo tomaban humedad de la cisterna. Este conjunto de un árbol grande con las raíces humedecidas por la cisterna era el pararrayos de las antiguas masías. La última edificación era el pajar, que estaba delante de una era, en un nivel por encima de la casa. La casa principal tenía la arista de las dos fachadas principales orientada al sur. Su emplazamiento, un poco en una hondonada la protegía del viento y estaba, toda ella, rodeada de campos lo que la protegían de un incendio del bosque. En la parte noroeste de la casa había un patio con varias dependencias y por una escalera de piedra se salía a un prado posterior presidido por una gran encina y un nogal enorme. Se decía que el nogal lo había plantado el abuelo de la casa, así que, como la sentencia popular afirmaba que cuando moría el que había plantado un árbol, éste también moría, así le ocurrió al nogal al cabo de un tiempo. El pradito era una maravilla. Se estaba tranquilo, sombreado por la encina e, indefectiblemente, al mediodía soplaba una fresca brisa que propiciaba la siesta. Por delante de la casa había también una parcela de terreno que se extendía hasta un torrente. Frente a la casa, la imponente Cingla de Bertí un acantilado que corona la montaña de delante y, abajo, parte del pueblo, la carretera y el río Congost. Pero lo mejor estaba arriba. Por encima del pajar se extendía un inmenso campo de labor rodeado de bosque y al fondo, majestuoso, el Pla de la Calma, coronado por el montículo de las antiguas ruinas de la iglesia de Tagamanent. El bosque era de pinos piñoneros, encinas y pino blanco, pero estaba totalmente diezmado. Los masoveros no habían dejado ningún árbol que se pudiera vender, según se veía en los cientos de tocones de gran diámetro que sembraban el bosque. Subiendo por las parcelas de cultivo y al final de las mismas había una gran balsa en ruinas de enormes paredes con una caseta toda en piedra, incluso el tejado y un grifo de desagüe de bronce.

Las masías más próximas eran Can Casanovas donde vivían sus masoveros, y can Serra de l’Arca donde vivía “El negro”, un carbonero del que hablaré también más adelante. En el límite de la finca, que daba al profundo torrente de l’Avencó, al final de un cortado de poca altura había también las ruinas de Can Bauma con un lagar de cerámica marrón muy bonita.Todo estaba por hacer. Yo me entregué en cuerpo y alma a la tarea de reconstruir la masía de l’Aragall, por lo que puedo hablar en plural cuando hablo de esta etapa. Así, pues lo primero eran las instalaciones esenciales.

Buscando agua

Para tener agua en primer lugar buscamos un zahorí. Yo he visto cómo funcionaba con su péndulo (yo tengo uno) y realmente parecía que aquello era cierto. El zahorí caminaba lentamente con el brazo en ángulo recto con su cuerpo y la cadena del péndulo sujeta entre el índice y pulgar de su mano. Si encontraba un curso subterráneo de agua, el péndulo comenzaba a oscilar en la dirección de la corriente. Por la frecuencia y amplitud de la oscilación podía predecir, de forma aproximada el caudal y su profundidad. Cerca de la balsa antigua, en lo alto del bosque, había una zona en la que crecían junquillos y había unos chopos, que requieren agua en el subsuelo. En este punto, el zahorí nos dijo que había una veta de agua, aunque estaba bastante dispersa y a una profundidad de unos cinco metros. Con fe absoluta en su predicción excavamos una zanja de unos sesenta metros de longitud hasta alcanzar el punto indicado y efectivamente de allí salió agua. Por su emplazamiento podría haber sido el manantial original que llenaba la antigua balsa, o sea que la técnica del zahorí se complementaba con la observación y la lógica. Fuera como fuese teníamos agua. Construimos una mina estrecha, de 60 centímetros, de paredes de tochana coronadas a 1,50 m. con una bóveda de medio punto de rasilla a la catalana. Hecho esto, desde el cuenco donde manaba el agua se construyó un pozo de cuatro metros de profundidad con una tapa. Luego se puso un tubo de plástico de ocho centímetros que cruzaba la vieja balsa, salía por la caseta de la misma y luego descendía por el límite de las parcelas hasta una parcela que estaba unos siete metros por encima de la casa. Allí construimos una balsa. La hicieron muy rápidamente unos paletas especializadas en esto. Hicieron una solera circular armada de 10 metros de diámetro y colocaron una armadura perimetral que revistieron, con un encofrado, de mortero y enlucieron por el interior. Al pie de la balsa había una arqueta cubierta de donde partía un tubo de hierro que llevaba el agua hasta la casa. El sobrante iba al pequeño torrente que bajaba por detrás de la casa. La balsa se podía vaciar con una gran llave de bronce y mediante unos tubos de hormigón podía ir a regar los campos o a la casa.

La otra instalación era la corriente eléctrica. La zona inferior de la finca, que estaba cultivada con viñas y algún olivo era contigua con una urbanización, que había sido terreno del Aragall.Mi padre se había comprometido a vender estos terrenos con el que nos vendió la finca y efectivamente hubo una serie de compradores que se quedaron grandes parcelas y luego construyeron, especialmente el pintor Vilaplana, el médico Torra, el fabricante de electrodomésticos Brú y el que era secretario permanente del Ayuntamiento de Aiguafreda Albert Cruells Para atender a ésta urbanización., Estebanell i Pahissa, que era el suministrador eléctrico de la comarca, construyó un transformador en la parte de la urbanización más próxima al pueblo. Luego construyó, a petición nuestra, un tendido aéreo que salía del transformador y, a través de las viñas llegaba a la casa con tres cables de cobre desnudo, que mucho más tarde descubrimos que en la parte inferior de la catenaria se tocaban cuando hacía mucho viento y caían chispas que provocaban pequeños incendios. En cualquier caso, a la entrada de la masía teníamos nuestro contador y nuestra electricidad para lo que fuera necesario. Por último, había que adecentar el camino de subida para que pudiera subir el coche sin riesgo para su integridad. El camino principal de subida discurría entre las viñas y la urbanización que ya he descrito antes, ascendiendo en forma bastante recta hasta un punto en que giraba a la izquierda y ya entraba en la finca de nuestra propiedad. Tras dos curvas cerradas venia un tramo relativamente llano que terminaba en la explanada delante de la casa donde estaba el pozo y la puerta del patio con un tejadillo. El dueño de la retroexcavadora, Albert Xuclá tenía una cantera de caliza en Centelles, el pueblo contiguo, y producía un rechazo de cantera con una base de arena caliza y piedra pequeña que fraguaba con la lluvia y quedaba un pavimento firme y seguro. Esto, complementado por unas buenas cunetas y estratégicos vados que cortaban el agua de lluvia y no la dejaban discurrir por el camino, hicieron un acceso cómodo para los vehículos. Había otro camino, que venía desde el acceso al Castillo de Cruilles (del que solo quedaba la masía adjunta y un paño de piedra con una preciosa chimenea en medio) hasta el prado de atrás del Aragall. Este subía después, a través de los campos a Can Serra y Can Casanovas, pero no permitía cruzar al otro lado de la casa por lo que su utilidad era relativa. Por otra parte, al ser llano, no tenía los problemas que presentaba el acceso principal. En las proximidades de la casa había una piedra al borde del camino que denominaban “la Creu dels Carlins” (la cruz de los Carlistas). Mi padre puso una cruz con dos troncos de madera.

Empieza la reconstrucción de las ruinas

Ya teníamos, pues, la base para empezar a construir. Lo primero era podernos meter en algún sitio habitable. La casa principal estaba imposible. La casita anexa tenía en el primer piso tres habitaciones a las que se accedía por una escalera exterior que también daba acceso al balcón del porche y un almacén en la parte inferior con dos arcos cegados y una pared que daba al terreno, con afloramientos de roca y la humedad consiguiente. Lo primero que hicimos fue habilitar esta casita para que fuera una vivienda y, en el futuro, la Casa de los Masoveros, por lo cual le quedó el nombre. Construimos un pequeño lavabo con wáter (cuyas residuales, de momento iban al campo) y ducha. Abajo abrimos unas ventanas y una puerta, pusimos un pavimento de terrazo y unimos ambas plantas con una escalera interior que dividía la planta baja en dos estancias. En una de ellas teníamos un comedor- cocina con una chimenea sencilla en la esquina y unos fogones y fregadera y arriba pusimos un lavabo y wáter. Con esto ya había bastante para empezar nuestra vida en Aiguafreda, como segunda residencia, y la faraónica tarea de la reconstrucción de la casa. íbamos casi todos los fines de semana y todas las vacaciones de verano. También muchas veces entre semana cuando había que definir elementos de la obra. Mi padre pidió a un arquitecto que hiciera un proyecto. Hizo un plano de las plantas de la casa que luego sirvió de base para todas las modificaciones, pero el proyecto de fachadas cambiaba totalmente el aspecto de Masía y la convertía en una torre de La Garriga de principios del siglo XX. No siguió pues con el proyecto ni con la dirección de las obras. Pero como no hay mal que por bien no venga mi afición por la construcción me llevó a llevar el proyecto, improvisando sobre la marcha y la dirección de las obras, con lo que disfruté enormemente y sin falsa modestia debo decir que el resultado fue más que satisfactorio porque conseguí conservar el aspecto original con algunas inclusiones que no desentonaban como la balconada cubierta de delante y el mantenimiento de los elementos esenciales de la casa: tejas antiguas, puertas de piedra, suelos de rasilla de losetas o de madera, techos con vigas de madera o de hormigón forrado de madera etc.

Unos amigos introdujeron a mis padres en el núcleo de los veraneantes de Aiguafreda, aunque en realidad la mayoría tenía la casa en el pueblo que había, contigua a Aiguafreda al otro lado del Congost, que se cruzaba por un puente románico; San Martin de Centelles. Allí estaba la Urbanización del Oller que se había construido en torno a la estación de Renfe. El nombre viene de la Masía Oller, la familia de la que eran la finca. Más arriba de la masía estaban las piscinas del Oller, en las que había era una gran piscina con una parte honda con trampolín, unas duchas con una terracita y un banco corrido al pie del muro que flanqueaba la piscina, todo de piedra. Contaba con casetas “de vestuario, que alquilaban los veraneantes y en la parcela superior un gran prado con césped para tomar el sol. Por último, había un Bar-Restaurante de estilo rústico. Aquel era el centro social de los veraneantes. Porque en aquel tiempo se veraneaba: Por San Juan subían las familias a su casa de veraneo y allí quedaban las señoras, que entonces no trabajaban y los hijos. Mientras, los maridos trabajaban en Barcelona y subían a dormir, porque Aiguafreda estaba a una hora de coche, o cuanto menos, el fin de semana, Las familias volvían a finales de septiembre para la Mercè. En las piscinas las señoras tomaban el sol, chismorreaban a tope, hacían el aperitivo, los críos tomaban bebidas, chuches y helados, luego comían allí y por la tarde jugaban a Canasta (un juego de cartas). También se organizaban festivales como las verbenas de San Juan y la fiesta de los disfraces en septiembre, que eran verdaderos acontecimientos. La piscina, fundada en 1920, tenía fama de ser la primera piscina privada que se construyó en Cataluña, esporádicamente También estaban los industriales, que hicieron las obras del Manso Aragall. Estas comenzaron en 1960 y tuvieron varias etapas: en 1960 de enero a mayo y en noviembre hasta mayo de 1961. En 1962 entre marzo y Julio se hicieron las obras complementarias: lampistería, carpintería, pintura, etc. También se hicieron obras entre febrero y junio de 1963, con acabados entre abril y agosto. En 1964 se acometió el recrecido de la cubierta El primer industrial, que no el principal, era el Leiro, un picapedrero venido de Galicia que nos repasó las puertas y ventanas antiguas de piedra. Nos hizo una ventana adicional en la planta baja, tan bien hecha que desentonaba del resto y yo diseñe una reja para que la tapase un poco. Además, era necesaria para proteger la planta baja. También hizo un par de puertas tomando como modelo la del cuarto del viejo, los montantes de una separación en la entrada con una gran viga de madera, el pilar de la esquina de la terraza que recibía también dos grandes jácenas de madera, pero estas reforzadas por un perfil de hierro que era el que aguantaba el peso del tejado y la chimenea el comedor, que diseñé visto que no había forma de conseguir la de Can Cruilles, que hubiera ido estupenda. Leiro, que picaba personalmente la piedra en casa fue creciendo y creciendo; montó una industria de piedra picada, losas del Figaró y chimeneas de piedra. Luego puso una tienda de chimeneas en la plaza Calvo Sotelo de Barcelona, todo ello con un socio que nadie conocía. Pavimentó con hormigón que luego se cuarteó y cedió por muchas partes, las calles de Aiguafreda y la urbanización Serrabanda También hizo las calles de Aiguafreda Progress, una urbanización que estaba fuera del término municipal de Aiguafreda en Seva y que era de un ex concejal del Ayuntamiento de Barcelona. Este concejal le pidió mi padre comprarle la finca, a lo que mi padre se negó en redondo, y por ello montó Aiguafreda Progress. Tenía un restaurante, El Pinós, a pie de carretera, con una gran piscina y un muro de piedra de la que salían tres caños de agua como el brazo (naturalmente bombeada en circuito cerrado). También decía la “vox populi” que cuando venían compradores, soltaban a escondidas, conejos para que los vieran cruzar delante de sus narices. El terreno era escarpado y los viales de acceso sinuosos y con fuertes pendientes y acababan en una gran planicie de campos de cultivo. Se construyeron bastantes casas, pero luego Leiro, ya enriquecido, compró una gran extensión de terreno en el llano al que había dado acceso la urbanización Aiguafreda Progress y ahí construyo la joya de su imperio: El Muntanya. Era una urbanización preciosa de parcelas amplias con vistas al Montseny, a la Plana de Vic y al Pirineo, bosques de encinas y pinos y campos. Hizo también los viales, con su hormigón por supuesto, y lo primero que hizo es regalar o vender en condiciones inmejorables dos terrenos a Cruyff y Neskens, estrellas a la sazón del Club de Futbol Barcelona. Montó un restaurante de diseño, una hípica, un supermercado y campos de tenis. Fue un éxito total. Preciosas casas con amplios jardines, rodeadas de muros de piedra con setos perfectamente recortados. El no va más. Más adelante Leiro compró otra zona grande de terreno en la misma meseta, pero más próxima a Seva y construyó un campo de Golf precioso, con un restaurante y bar en una masía antigua y parcelas para construir chalets, que también tuvieron éxito. Por último, abrió una tienda de muebles y, como no, en chimeneas en la zona comercial Sant Jordi de l’Atmella y una fábrica de prefabricados en Galicia Pasaron por el Aragall varias paletas. La verdad es que los jornales eran realmente baratos: unas 15 pesetas por hora los oficiales. El primero fue Rosendo Matas. A él le siguió Luis Matas. Era un hombre bajito fornido, con cara de chunga y le faltaban dientes lo que no parecía preocuparle demasiado. Como paleta era muy bueno. Hacía lo que le decía con precisión y rapidez. Realmente no es lo mismo construir una casa nueva que reconstruir una casa antigua, en la que cada día tenía sus sorpresas. La que nunca tuvieron fue encontrar una olla, llena de monedas de oro, que la gente creía que estaba oculta en las paredes de todas las masías y más en la nuestra, que fue la primera y la más rica del municipio. En otoño Luis Matas me traía mártir. Venía por el camino de detrás y en la mano traía tres hermoso “rovellons” (setas), yo le preguntaba ¿Dónde los ha encontrado? Y él me contestaba: “aquí mismo al lado del camino”. Yo me iba por el camino de detrás y buscaba por todas partes y nada. Al día siguiente traía dos “rovellons” más y la misma historia. Más adelante aprendí que los “Caçadors de bolets” (Cazadores de setas) no iban buscando por el bosque sino que los encontraban en los rincones que sabían que cada año crecían y cuyo secreto guardaban celosamente. Tanto es así que era fama que, en algunas zonas, los boletaires iban por el bosque mirando hacia arriba porque, como señal, habían puesto piedras en las horquillas de las ramas de los árboles. Pero como ya digo Matas era un auténtico Maestro Albañil. La escalera de subida al primer piso, que trazo con un listón delgado de madera curvado es perfecta. El suelo del salón, comedor y despacho lo diseñe con piezas de color cuero rodeadas de tiras de mármol blanco. El hacer casar las tiras de mármol que sobresalían un poco de las piezas y ligaban con el cuadrado contiguo fue complicado y tuve que explicarlo. También el suelo del piso de arriba con un azulejo blanco pequeñito con una figura entre cuatro piezas grandes y las cornisas del tejado tomada de apuntes que tomaba en viajes que hacía con mis padres a zonas del resto de España. Así copié también las puertas de cuarterones, las lámparas de techo de comedor y salón, la reja del despacho, el suelo del primer piso, las barandillas del balcón y terraza de delante y las chimeneas del tejado. El carpintero también era un fuera de serie. Su nombre era Tomas Prat y tenía la carpintería en la calle comercial del pueblo. Era bajito, de cara redonda y gafas y siempre con una media sonrisa. Interpretaba a la primera lo que se le decía y lo hacía perfectamente, con madera seca y de calidad o aprovechando, como en el techo de la biblioteca y las habitaciones de arriba, las vigas existentes. En uno de los habitáculos del patio trasero había una gran prensa de madera para el vino con una fecha de 1716 grabada. Yo la hice desmontar y colocar como puerta del sótano, pero sin cortar los puntales verticales que asomaban por el cuarto del viejo. Para esta habitación también aproveché una gran viga de roble con dos grandes hendiduras longitudinales, que seguramente era para desfibrar el cáñamo, como repisa en una chimenea que diseñé, así como la de la habitación de delante de la de mis padres, que hice de obra, con varios planos entrecruzados y una base de cantos de teja en estrella. Los cajones de madera que revestían las vigas de hormigón, inspirados en las vigas de roble con junquillo en el canto que pusimos arriba, quedaron perfectas y el parqué y entrevigado del techo en el Cuarto del Viejo le dio calidez y aislamiento térmico. La lampistería la hizo Faro. La red eléctrica era compleja. Atravesar los muros de 50 centímetrosde grueso era una epopeya. Toda la instalación iba empotrada y los cables eran unifilares de cobre. Diseñé toda la red y el emplazamiento de interruptores, enchufes, luces fijas y lámparas de techo, así como la distribución de agua y calentadores en lavadero cocina y los tres baños. Hubo que construir una alcantarilla que venía de la casa adyacente, cruzaba la casa principal hasta el lavadero recogiendo baños y cocina y luego descendía por el muro para cruzar el prado de delante y desaguar al pie de un margen, lejos de la casa. La instalación de agua era de tubo de hierro grueso de tres cuartos y media pulgada. El agua, Como ya he dicho, venía de la arqueta de la balsa. Paco, que es quien hizo la instalación, era un hombre muy experto y lo hizo muy bien. Tanto es así que aún ahora, sesenta años después, funciona tal y como él la instaló.

El herrero, Lenci, tenía el taller en una casita ubicada en una pequeña plaza detrás el Cine Novellas. También era un maestro en lo suyo. Podías pedirle lo que fuera, rejas, lámparas, goznes de puerta, clavos de forja, cerraduras, una parrilla con espetones en el prado de detrás, viguetas rematadas con una cruz de hierro y una anilla para subir las cosas… Su obra cumbre tiempo después fue cuando mi padre le pidió una cruz de hierro para sustituir la de madera “dels Carlins” que continuamente se la cargaban. Hizo una, que a mí no me gusta nada, a base de dos piezas constituidas por redondos de hierro trenzados helicoidalmente pero que para el caso valía. También he de mencionar al pintor Recolons que pinto las paredes con un blanco con rugosidades verticales salvo el dormitorio que queda sobre la puerta principal que empapelé yo y el cuarto pequeño que yo pinté con un zócalo rematado con un estarcido del que me hice la plantilla. El pintor barnizó todas las puertas, ventanas con sus postigos, y vigas de color nogal oscuro, así como los cajones de madera de las vigas de hormigón. Por último, cuando queríamos plantar algún arbolito o los tiestos de la terraza de arriba (geranios) o del patio de delante (begonias) íbamos a la Jardinería Aiza. Esta era una masía de payes que estaba en las afueras de Centelles. Tenía una gran balsa con peces de colores. Toda la familia vivía en la masía y había que dar voces para ver si salía alguno. Tenía plantaciones de las especies más comunes. En los campos de atrás tenía árboles. Cundo ya todo estaba acabado en el Aragall íbamos a escoger el abeto de Navidad, de unos dos metros de altura, que nos llevábamos en la baca del coche para poner en el salón. Estos abetos los íbamos regando y luego los plantábamos. En la explanada de entrada hay dos abetos de más de veinte metros de altura que habían estado adornados con luces y bolas en el interior de la casa

Conservación de la antigua masía

El problema de las obras era respetar la antigua masía del siglo XVII, pero adecuándola para una segunda residencia. Esto exigía un compromiso. De esta manera quedó la planta baja con su entrada de medio punto. Una separación con una gran viga de madera que daba a la escalera principal con escalones de canto de madera huella de rasilla y contrahuella de azulejos arlequinados en verde y amarillo. La barandilla me hubiera gustado hacerla de barrotesgruesos cuadrados y con forma, pero el presupuesto no daba y se quedó en una barandilla de obra con remate sencillo de madera. El suelo de la entrada, planta de escalera y repartidor posterior lo hice de rasilla rústica porque en las entradas de la casa el calzado se lleva sucio del campo y la rasilla es más sufrida. En el repartidor de detrás puse una doble puerta de madera maciza por fuera y con una puerta con cristal, protegido por una reja de hierro por dentro. Con la idea de respetar al máximo los elementos originales de la casa había, en el distribuidor, un aguamanil con un arco de piedra. Lo restauré y le puse un grifo y un sumidero. También conserve los “festejadors” (festejadores) en las ventanas. Estas se abrían al interior a 45 grados y en este espacio había unos pequeños banquitos de piedra que al parecer servían a los novios para festejar, cosa bastante absurda porque, para sentarse un rato, eran incómodos, pero los conservé en todas las ventanas que lo tenían e incluso los hice hacer en las ventanas nuevas de la biblioteca. También conservé las pequeñas capillas que había en el salón, en uno de los dormitorios de detrás y en el Cuarto del Viejo. Intenté recuperar las pinturas del fondo, pero estaban destrozadas. En la parte delantera de la planta baja estaba el Cuarto del Viejo con su chimenea. Hice un poyo de piedra cerrando el espacio adyacente a la chimenea el cual tenía suelo de parqué y también abrí un gran ventanal que yo quería haber hecho de estilo gótico, rectangular con dos columnitas talladas, pero ya era demasiada perfección y se quedó en un arco de punto rebajado y una gran persiana enrollable de madera. Del parqué sobresalían dos tocones que eran parte de la prensa que puse a la entrada del sótano. Luego la gran nave comedor-salón con ventanas amplias de tres cuerpos con persianas enrollables de madera. Una gran chimenea en el comedor separado del salón por un arco ancho de punto rebajado, con hornacinas en la parte del comedor. El Salón se abría al patio de entrada con un balcón con puertas sólidas, que se cerraban don una gruesa pletina de hierro, y unas persianas de librillo. También en la parte delantera estaba la cocina con mármoles blancos y un mobiliario sencillo que nos hizo el carpintero Tomás Prat. En el paño de pared que daba al lavadero pusimos una cocina económica y en emplazamiento para una de gas butano. Los fogones eran de azulejo negro. Todo ello iba cubierto por una enorme campana que iba de pared a pared y sobre una viga de madera sustentaba un plano inclinado revestidos de azulejos marrones como los de los lagares de Can Bauma y Can Serra, dos masías vecinas del Aragall. Los azulejos de las paredes eran blancos, tamaño estándar con un remate de una tirita negra, un zócalo en rombo y una moldura negra. Todos los techos de planta baja eran de hormigón revestidos de madera excepto en la cocina, que se pintaron las vigas de marrón y en la bodega. En 1964, al recrecer la cubierta, en la fachada que daba al campo hice una terraza cubierta a la que abrían dos dormitorios y una descubierta, con ventana del dormitorio principal. El tejado se prolongaba en un alero que cubría una balconada a la que también tenía acceso al segundo dormitorio de esta fachada. Todo estaba rodeado por una baranda de madera con barrotes diseñados según un modelo que copié en uno de los viajes. En el patio posterior puse un lavadero, con alicatado de azulejos vidriados y un porche que daba al patio. En una parcela situada justo detrás de la casa construí un gallinero y cuadras para cerdos en dos cuerpos formando ángulos. La zona de las gallinas estaba orientada al sol. Era sencillo, rebozado de mortero y con vigas viejas y tejas nuevas. En la parte de delante, fuera del recinto de la casa hice un porche con grandes vigas, reforzadas con vigas de acero y cubiertas con tejas viejas, con capacidad para dos coches En la última fase de las obras no pude hacer las cosas como yo quería porque mi padre discrepaba de mis ideas.

Yo quería, por ejemplo, que la capilla fuera algo más alta para que estuviera al mismo nivel que el lavadero y hacer otro porche corto en forma de atrio delante que jugaría con el porche del lavadero, pero no fue así. Mucho menos viable fue otra idea importante: en la parte exterior de la capilla hay una roca que permite acceder con facilidad a su tejado. Para preservar esta posibilidad yo había previsto hacer un pequeño torreón, con una abertura haciaadelante cerrada con reja, abierto por arriba y un banco de piedra para leer o meditar que comunicaba por una portezuela con la capilla a modo de claustro. Tampoco conseguí que en una pequeña terracita que daba al patio trasero en el cuarto alto, se hiciera una baranda constituida por un murete de piedra en lugar de la de hierro que se colocó, En cambio mi padre se entretuvo en hacer que el agua sobrante de la balsa fuera a parar a la planta baja del porche del patio delantero. Allí, de una hornacina pequeña en la pared del porche caía a una pica de una sola pieza de piedra que encontramos en la casa y el rebosadero iba a parar al patio del sótano donde había un pequeño estanque con peces de colores. Bueno. Tampoco pude revestir de madera los soportes de hierro de la balconada de arriba ni hacer dinteles de piedra en las ventanas y balcón de las habitaciones delanteras. También hubiera querido rebozar la parte superior del recrecido de la fachada principal para igualarlo a la parte inferior, antigua.

Cuando apenas estaba terminada la estructura y tejado de la casa, sin puerta ni pavimentos y contando únicamente con el lavabo y cocina de la casa anexa, donde vivíamos empezó a venir toda la familia, invitados por mi padre.

Cuando por fin la casa grande, aunque estaba aún incompleta, tuvo suelos, enyesado, puertas y ventanas, y una cocina y lavabos nos fuimos a vivir allí. íbamos casi todos los fines de semana, festivos, Navidades, Semana Santa y verano. Nos calentábamos en la planta baja con las chimeneas y estufas de butano que iban con una bombona y un carrito de ruedas. En el distribuidor de arriba había una estufa con un gran tubo vertical que se llenaba con cáscara de almendra, Se encendía en la parte inferior un fuego con leña y enseguida la cáscara comenzaba a arder. Conforme se iba consumiendo la cáscara del tubo iba descendiendo. La estufa y el tubo calentaban las habitaciones próximas. Con todo, las camas se calentaban antes de irse a dormir con ladrillos calientes envueltos en una manta o con botellas de caucho llenas de agua caliente. Luego compramos unos calienta lechos antiguos que eran un palo largo con un recipiente con tapa y agujeros de latón o cobre que se llenaba de brasas y se pasaba por la cama. Dormíamos con muchas mantas. Tiempo después pusimos calefacción. La encargamos a una casa de la calle Bruc, de Barcelona. Los radiadores de la planta baja eran de fundición y los de arriba de chapa.

En la bodega habíamos montado una inmensa caldera de fundición que se alimentaba de leña y carbón. Un gran tubo de hierro surgía al tejado. Por ella se iba la mayor parte del calor. Un día encendí la caldera y puse demasiado carbón. La caldera comenzó a rugir y se estaba poniendo al rojo. En lugar de cerrar el tiro no se me ocurrió otra cosa que abrir la trampilla y echarle al fuego un cubo de agua. Un horro de vapor abrasando salió de la caldera y no me causó grandes quemaduras porque me había apartado enseguida. El caso es que la combustión se atenuó y cerré un poco el tiro. Fue suficiente. Con todas estas precariedades es una época que recuerdo con agrado. Ahora, que habíamos liberado la casa anexa, ya podíamos tener masoveros, que eran imprescindibles pue la casa no podía quedar sola. Mi padre, cuando la guerra, estuvo en Guadalajara y allí conoció pueblos misérrimos, como Villar de Cobeta donde vivía la familia de Teófilo con su mujer, Rosario y dos hijas pequeñas. Vivian todos en una habitación única de una casa de piedra vista por dentro y por fuera y suelo de tierra por donde escarbaban las gallinas. Un sitio para hacer fuego era la única calefacción y cocina: como en la prehistoria. El era alimañero, o sea que cazaba con cepo zorros, tejones, garduñas y demás bichos salvajes y por cada uno le daban una mísera cantidad. También era resinero: hacía un corte ligeramente descendente en los pinos y en el extremo ponía un pequeño recipiente de barro, de forma cónica en el que recogía la resina, que en aquel tiempo tenía muchas aplicaciones. Con esta familia acordó que vendrían de masoveros al Aragall, tan pronto pudiéramos ocupar nosotros la casa principal. Así pues, el día 27 de octubre de 1960 llegaron los nuevos masoveros. Todo lo que tenían venía enrollado en un colchón. Se acomodaron en la casa anexa, que nosotros habíamos ocupado y que les pareció un lujo asiático. Al tener masoveros podíamos tener perros. No concebíamos nunca el tener un perro, especialmente los grandes, encerrado en un piso de Barcelona. Los perros han de estar en el campo y correr a sus anchas. Nos regalaron un cachorro de perro lobo y le pusimos de nombre Kaiser. No he tenido ni tendré un perro como este. Era bueno, cariñoso, incondicionalmente fiel, inteligente, fiero con los intrusos. No acabaría de contar sus virtudes. Cuando veníamos los sábados de fin de semana se ponía en el banco corrido que sustituyo a la comuna de tres asientos mirando al camino y no se movía de allí hasta que llegábamos. Solamente los sábados.

¿Cómo sabía qué día de la semana era? No lo sé, pero lo sabía. En otra ocasión en un día lluvioso en que estábamos con mi tío Francisco y familia notamos a faltar a la pequeña, Marina, que entonces tendría 5 o 6 años. Salimos a buscarla, después de haber mirado todos los rincones de la casa, por los diferentes caminos. Al fin la encontramos en la primera curva del camino de subida. Estaba sentada en el suelo y el Kaiser a su lado intentando protegerla de la fina lluvia que caía. Increíble. Los masoveros tenían una perra blanca a la que llamábamos “Lela” porque no es que fuera muy lista pero también era fiel y muy movida. El Kaiser y la Lela iban, de vez en cuando al bosque a cazar conejos. El uno los perseguía y el otro los acechaba en el camino de huida. Eran perros como debían ser, pero no llevaban una “vida de perro”. Los gatos sobrevivían si eran ágiles y aun así a veces no quedaba ni uno y eran muy necesarios porque en el interior de las paredes que, como ya he dicho eran de arcilla, habían hecho túneles unos ratoncitos de campo que eran como los dibujos animados. Pequeñitos, rechonchos, con un pelo gris ratón unas orejitas rosas un hocico húmedo, una cola larga y fina y unos ojitos negros azabache y redondos. Pero se comían el grano de las gallinas y todos los restos que quedaban por guardar en la cocina, basura incluida. Así que los gatos contribuían a estabilizar la plaga. Las puertas de entrada tenían gatera, con una trampilla para cerrarla, pero los ratones habían roído el quicio de la puerta de la bodega y se deslizaban por un resquicio pequeñísimo. Les puse unos clavos que no podían roer, pero entraban por cualquier sitio. Las culebras, quehabía bastantes, también comían ratones…y pollitos. La gente les tiene manía, pero son limpias silenciosas, discretas y no hacen ningún daño. No así las víboras que había en una balsita al lado de un manantial en una de las parcelas de abajo de la casa, cerca del bosque.

Yo estaba feliz, subido en los andamios, revisando el trabajo de los paletas y demás industriales. La verdad es que el trabajo quedó bien. No era absolutamente purista con la conservación de la masía primigenia, pero en aquel tiempo el Ayuntamiento no se metía con estas cosas y menos en una masía aislada y al final quedó una casa para segunda residencia (o casa pairal según la consideraba mi padre) más que aceptable.

El grupo de mi edad, como buen grupo de montaña, hacía excursiones. La más típica era ir al Tagamanent. Partíamos del pueblo y subíamos por la ladera del Avencó con comida y cantimploras en la mochila. Llegábamos a una casa en ruinas y de ahí seguíamos por un sendero que iba subiendo y bajando por lomas. Cada una de ellas parecía la última pero siempre había una detrás. Al final llegábamos a un sitio pelado que le llamaban, no sé porque “el diplodocus” que ya era un anuncio del final. El camino discurría por grandes losas de piedra y al final en un escarpado montículo se alzaba la ermita y las casas en ruinas de Tagamanent. Se subía por un sendero, empinado, pero no peligroso. La vista era impresionante. Para el que sabía encontrarla había una fuentecita al pie del risco en la que el agua caía en un chorrito delgadísimo. Arriba había explanadas verdes para tumbarse al sol, comer descansar y lo que hiciera falta. La vuelta era al caer la tarde y cuesta abajo, por en medio del bosque con parada en una fuente que había antes de cruzar el valle del Avencó. En una noche al año de luna llena íbamos a Can Casanovas a hacer hogueras y cantar, cuando se marcharon los masoveros y quedó deshabitada. En una de ellas me bajé una rueda antigua de carro hasta el Aragall. Otro punto de veladas nocturna era la era del pajar de Can Serra, que también quedo deshabitada cuando murió “el negro”. Este era un personaje insólito. Era carbonero e iba siempre tiznado de negro de pies a cabeza. En aquel tiempo del bosque se aprovechaba todo: los troncos de los árboles por supuesto, sobre todo para hacer cajas de embalaje, las ramas que en forma de haces servían de combustible para la fabricas de ladrillos y también amontonadas y cubiertas de arcilla haciendo un túmulo con una chimenea en la parte superior se le prendía fuego por la base y ardía todo el montón, convirtiéndose las ramas en carbón. Este era el llamado “carbón vegetal” o “carbón de encina” que servía para cocinar en unos hornillos de gres blanco reforzados con tiras de hierro. Pues bien, el Negro era una especie de leyenda del pueblo, como el Yeti o algo parecido. Un día me lo encontré y empecé a hablar con él y me sorprendió su cultura y su fluida conversación. Había sido seminarista. No le 15 pregunté cómo había acabado en Can Serra de carbonero, pero hablamos algunas veces más de muchos temas. Bebía mucho. Un día se lo encontraron muerto cerca de la casa. Ahí acabó la historia del negro. Aprovecho ahora para hablar del bosque y de las parcelas de cultivo. El bosque del Aragall, aunque estaba a nuestro cuidado y la tala de árboles estaba prohibida, siempre estuvo a libre disposición del pueblo: Por supuesto paseaban por los caminos, con sus perros que se peleaban con los nuestros recogían piñas piñoneras, leña de ramas (no dejábamos cortar árboles) setas de todo tipo: rovellons, trompetas de mort, rossinyols, carlets, fredolics y algunos más que yo me conocía bien y podía garantizar que no eran tóxicos. Había también setas venenosas como las Amanitas Phalloides y otras muy originales como el Jaula roja, que era como una cestita con el interior rojo y el exterior blanco o el pet de llop que cuando lo pisabas salía una densa nube de esporas marrones. También había trufas que los conocedores del tema localizaban bajo el suelo con ayuda de perros adiestrados, haciendo con ello un pingüe negocio pues las trufas eran, y son, carísimas. La finca formaba parte de un coto de caza de los cazadores de Aiguafreda donde cobraban conejos y perdices. Mi padre se lo cedió y, a cambio por Navidades le invitaban a una cena de cazadores a la cual no fueron nunca y le enviaban un lote de una botella de champán, una de vino y tres turrones, Las parejas de jóvenes también utilizaban la finca, especialmente el torrente de l’Aragall durante el día y la Cruz dels Carlins, de detrás de casa, por la noche. Hubo un incendio importante en la finca después Fue en un sendero que subía al Aragall, en un rincón escondido, cuando cruza el torrente de debajo de casa. No adquirió gran extensión y al llegar a la Cruz conseguimos, junto con varios vecinos, extinguirlo. Luego hubo otros fuegos, ya fuera de la finca que se iniciaros en el límite de ésta, en los campos de debajo de Can Serra y llego hasta la finca de Coma Cros en el Brull, quemando una importante extensión de pinar. En la ladera de enfrente, hubo dos o tres incendios que arrasaron el bosque hasta el cortado de roca que la coronaba, y que actuó de cortafuegos. En cualquier caso, en verano sobre todo cuando había sequía estábamos siempre alerta a la menor señal de humo, para avisar a la alcaldía y a los bomberos. Un fuego que, milagrosamente, no se produjo fue en una verbena de San Juan en la que tiramos cohetes, cosa que en zona de bosque jamás se debehacer, y uno de ellos fue a caer abajo, en pleno bosque y acertó un arbolillo de una especie como un ciprés, pero espinosa y que ardió como una antorcha. Bajamos a todo correr y vimos que el arbusto estaba en medio de un claro y cuando se hubo quemado toda la parte superior se extinguió por sí mismo. Apagamos los rescoldos y nos fuimos a casa con un juf! de alivio. Cuando la casa estuvo ya acabada, la fuimos amueblando. De lo que vino de Tarragona había un armario en muy mal estado, de nogal con unas incrustaciones misteriosas que dibujaban una estrella de David con una cruz de Malta inscrita, luego las sillas de hierro, de tijera, que no había quien se sentase y poco más. Como cuadros teníamos el de nuestro antepasado el Abad de Santes Creus, Tomás de Vidal y Nin, y el cuadro de la Virgen de la Merced que había sobrevivido al incendio de la capilla de una masía de la familia, cuando la guerra. También trajimos un gran billar americano, completamente destrozado y una mesita de noche pintada de rojo. Lo único que tenía mérito era una cabecera de una cama de Olot, que llevamos a restaurar a Vic y a hacerle un bastidor de somier y unas patas torneadas coronadas con piñas. Y nada más. Como yo pensaba conseguir una mesa estilo siglo XVII, de una sola pieza y patas de lira hicimos hacer ocho sillas rectas con asiento y respaldo de cuero grueso, que hizo un carpintero de Barcelona Luego fueron llegando más muebles de distintas procedencias. De un anticuario (más bien 16 trapero) de la calle de los Tintes de Cuenca que tenía una gran nave atiborrada de antigüedades maravillosas trajimos: los dos bancos policromados de Iniesta y dos jarreras, una imagen de San Antonio, dos cuadros de Santa Ana con la Virgen y de Jesús, una cama del Pirineo en madera negra, un arca lisa con una cruz grabada y cuatro sillas aragonesas. También un capricho mío: un Cristo crucificado grande de muy buena factura que hice enviar por RENFE y me lo extraviaron, aunque, al final, por cabezonería, conseguí encontrarlo. Yo también compré en un trapero de Jaca lo que parecía un trozo de arpillera y resultó ser un óleo maravilloso del Martirio de Santa Orosia. Mi padre compro en Menorca una cama inglesa con cabecera de incrustaciones y columnas para un dosel. También localicé un canterano muy bonito en una carpintería de la calle Calvet y lo compré. En un anticuario de Vic compramos una virgen románica, falsa, que daba el pego. Cerca de este anticuario un carpintero estaba acabando de restaurar una cómoda de nogal, con tres cajones e incrustaciones. En un almacén de los encantes nuevos compré un taquillón hecho de piezas de muebles antiguos y en otro de la zona un maravilloso armario de nogal con incrustaciones florales. En un anticuario de la calle de la Paja encontré un bargueño de taracea y un tenebrario de siete brazos de forja. También encontré en anticuarios dos quinqués antiguos de techo y una lámpara de billar de techo con pantallas verdes y una lámpara de sobremesa de azulina. Diseñé y me hizo el herrero una lámpara de pie de hierro e hice una segunda con una escopeta antigua de culata trabajada que había encontrado en un viaje con mis padres en una casa abandonada.

El grueso de las aportaciones fue una liquidación de muebles de Ribas Seva, famoso mueblista de Barcelona con un comedor de caoba con dos bufets con todas las puertas de marquetería, seis sillas, también de caoba y una mesa de comedor extensible de la misma madera. Además, había dos camitas de barca de caoba con una mesita a juego, con un departamento forrado en mármol para el orinal, a la que mi madre hizo serrar las patas para que quedara a la altura de la cama, que estaba prevista para dos colchones, con gran disgusto por mi parte y unenorme armario de caoba con un gran espejo central y dos más, extraíbles, que salían con un artilugio de hierro y a los lados tenía dos departamentos semicirculares. En una subasta mi padre compró dos sillones Chester, una mesa larga de nogal, una mesita de juego, dos sofás forrados de cuero, un buffet y unas lámparas con tulipas, aparte de otras cosas. Compramos sillas de enea y sillas de plástico y mesas de hierro de segunda mano para el prado y el patio de delante, así como dos tumbonas que ya he mencionado. También había dos armarios viejos de pino y un armario muy grande con un cajón abajo, que pusimos en de la escalera. Para el estudio encontramos una mesa redonda de nogal de pie central y compramos dos mecedoras y una librería nueva, grande de librillo estilo “early american”. Con cuatro silloncitos para la mesa de juego y dos mecedoras quedó todo bastante completo.

Reuniones familiares

Todas las celebraciones familiares se realizaban en el Manso (masía) Aragall. La más sonada de todas era el día de Navidad. Este día venia la familia en pleno: La abuela Marina Francisco, Joaquín Dolores y Pilarín, hermanos de mi padre, con sus hijos respectivos, la tía Pepita (hermana de la abuela) y nosotros tres. En total veintiséis personas. La casa estaba engalanada con un gran abeto con bolas velas luces y espumillones en el salón, colgantes plateados en las lámparas, ramas de abeto en la chimenea y como no, un nacimiento con montañas de corcho un rio de cristal con papel de plata, musgo del bosque, el portal con el niño Jesús, María y José, ángeles pastores y los reyes magos. Las montañas estaban nevadas de harina, aunque no creo que en Palestina nieve mucho. En casa se preparaba la comida: un aperitivo copioso, una sopa de cocido con enormes galets y piñones tostados, el cocido completo con sus carnes, Ternera, pollo, butifarra blanca y negra, chorizo, morro, oreja y tocino y las verduras: col, patatas, garbanzos y zanahorias. Luego venían las dos pavas rellenas de comida salada: salchichas y lomo de cerdo y dulce: pasas ciruelas y orejones y una manzana en la parte posterior. Partir el pavo era un honor y lo hacía mi padre. Yo le ayudaba a poner los trozos en las bandejas. Para postres turrones, barquillos y algún dulce, por si alguien se había quedado con hambre. Luego, para la sobremesa, que era bien entrada la tarde, café y licores. Las bebidas de la comida eran vinos de marca blancos y tintos y champán. Muy completo. Así estábamos la víspera de Navidad de 1962 cundo empezó a nevar. Alguna vez nevaba en Aiguafreda, lo justo para dejar un manto blanco que enseguida se fundía. Aquella Nochebuena nevó ¡que ilusión! La Navidad perfecta. Ya lo teníamos todo preparado para el día de Navidad. En Nochebuena hacíamos una cena selecta. Un caldo suave con flanecitos del mismo caldo y queso rallado y un plato, por ejemplo, de pastel de pescado, con mayonesa y gambas, adornado con tiras de pimiento morrón. Vermut, vino y champán. De postre turrones y barquillos, Nos fuimos a dormir y seguía nevando. Al día siguiente nos levantamos y nos quedamos estupefactos ¡Había más de medio metro de nieve! Casi no se podía salir de la casa y seguía nevando. Evidentemente la familia no podía llegar. Bajamos al pueblo mi padre y yo en plena ventisca para llamar a la familia. Resulta que en Barcelona había caído otro tanto y nadie estaba preparado. La gente esquiaba en las calles Balmes y Muntaner, hacían enormes muñecos de nieve y libraban batallas de bolas. Pero la familia, que esperaba venir a comer a Aiguafreda no tenía provisiones y las tiendas no podían abrir o sea que el día de Navidad y siguientes tuvieron que apañárselas con los restosque tuvieran, conservas, galletas etc. Mientras nosotros, como otra cosa no podíamos hacer, nos tomamos nuestra sopa, el cocido, el pavo y los turrones, y así durante los siguientes días que estuvimos bloqueados Al tercer día bajó una pareja joven de la finca de Coma Cros “Can Brull” que estaba en la meseta de arriba de la casa. Les dimos auxilio en casa porque estaban ateridos. Cuando se recuperaron, bajaron al pueblo para irse a Barcelona. Así estuvimos casi una semana hasta que pudimos intentar bajar con el coche. En las calles del pueblo habían quitado la nieve, así como en la carretera y pudimos bajar a Barcelona que era un caos total: Nieve sucia, basuras sin recoger, coches en medio de la calle… El alcalde Porcioles compró cantidad de equipos quitanieves para adaptar a los camiones municipales, pero para cuando llegaron, la mayor parte de la nieve se había deshecho. Nunca más volvió a nevar lo suficiente como para que las quitanieves tuviesen que actuar

En 1963 los masoveros nos dijeron que se iban a vivir al pueblo y nos dejaron en cuadro. Durante un tiempo se cuidó de del Aragall un hombre del pueblo llamado Angel, pero que no podía cubrir todas las funciones que mi padre requería de unos masoveros, como la limpieza de la casa,ayudas en algunos trabajos etc. Luego vino un matrimonio Joven, Ramiro y Filo que estuvieron hasta final de enero de 1966, pero a Filo el enclaustramiento de l’Aragall le pesaba mucho. No era sitio para una pareja joven y, al final se fueron a vivir al pueblo. La finca colindante a l’Aragall, que daba al Avencó y comprendía toda la ladera muy escarpada, era propiedad de un cura, el Padre Lizárraga y tenía unos masoveros ya mayores. Mi padre les propuso venir a vivir a l’Aragall y aceptaron de buen grado. Se llamaban Juan y Marcelina y eran muy auténticos. Los hijos, mayores ya vivían por su cuenta. Él era pastor y la proximidad de los campos para él era perfecto. Tenía cabras y las malditas se comían los brotes tiernos de los árboles del bosque impidiendo que creciera, pero también limpiaban el sotobosque, Juan estaba todo el día con el rebaño. Tena un cayado y un zurrón con pan y cebollas, que era todo lo que comía y una bota de vino tinto. También perros pastores. Cuando alguno era muy viejo lo colgaba de un árbol y allí quedaba. Había bastantes gatos, Para quitarles pulgas y garrapatas llenaba un barreño con agua y zotal, metía los gatos en un saco y lo sumergía un tiempo largo. Cuando los gatos salían estaban que bufaban, pero desinfectados. En fiestas, como la Nochebuena se reunía toda la familia de los masoveros, que era un mogollón de gente y lo celebraban por todo lo alto Sonaban pandereta zambombas y botellas vacías de anís, que tienen un retículo de cristal que, pasando un palo hacían un acompañamiento muy bueno de los villancicos. El contenido de estas botellas y de otras contribuía a la animación de toda la familia de los masoveros y el jolgorio duraba hasta la madrugada. Nosotros también celebrábamos la Nochebuena, pero más tranquilamente. Toda la familia de los Masoveros venía a casa a hacer una rondalla, en plan Tuna, para hacernos participar de su jolgorio, pero enseguidase iban, con gran alivio por parte nuestra En 1964 culminaron las obras de la Casa Principal. Mantener el equilibrio entre la conservación de la masía del siglo XVI y la habilitación para segunda residencia, cómoda y moderna presentaba problemas. Por ejemplo: las habitaciones delanteras apenas tenían luz y había que abrir amplias ventanas especialmente en el cuarto del Viejo, ya que además las vistas desde la fachada principal son magníficas. En el segundo piso el abuhardillado dejaba unos paños de pared muy escasos para abrir ventanas. Había que subir el tejado por lo menos un metro y medio para poner un techo plano y construir una buhardilla practicable. Pero tanto la línea de la fachada como el tejadillo de la balconada que proyectaba para delante estaban a nivel de la antigua cubierta. Elevarla rompería totalmente la estética de la fachada principal, así que opté por hacer un cuerpo central, retranqueado dos metros de la fachada que llegaba a una altura suficiente y salvaba la longitud restante de quince metros con dos vigas de acero soportadas en unos puntales que reposaban en unos pilares sustentados en unas zapatas de hormigón que repartían la carga en el muro central.

En la esquina del patio había una construcción con una torre en forma de un cuarto de círculo, queestaba dedicada por los anteriores masoveros a cuadra de cerdos. Mi padre enseguida decidió que aquello tenía que ser una capilla, así que se limpió todo el estiércol de un depósito que había bajo el corral, que a partir de aquel momento fue la cripta. Se reconstruyó la torre haciéndole una forma semicircular, se le puso un terradillo con una claraboya y mi padre compró un arco de piedra de medio punto que puso en la parte delantera de la sala con una inscripción T.P.O. (Tomás Pou Obiol) en la parte superior. Para culminar el tema se hizo una espadaña y un cliente y amigo de mi padre, le regaló una gran campana de bronce que colocamos en su lugar. Para completar las obras en el pradito de atrás en noviembre de 1966 diseñé y construí una gran campana que cubría dos fogones y un espetón de hierro con una jaula para hacer fuego desde detrás, que permitía hacer un cabrito entero. Una vez se me ocurrió hacerlo y servirlo tal cual lo que fue un desastre porque los primeros se servían los bocados mejores y los últimos se quedaban con los despojos. Aprendí que había que presentarlo entero y luego despiezarlo en la cocina. Así transcurría nuestra vida en el limbo paradisiaco de Aiguafreda. Ibamos allí siempre que podíamos. Naturalmente mi padre y yo teníamos cada uno sus ocupaciones: él el banco y el despacho y yo mi carrera de siete años de Ingeniero Industrial, pero ambos seguíamos con la empresa de la reconstrucción de Aiguafreda Las obras siguieron. Hubo obras todos los años, tanto de nuevas construcciones como de acabados e instalaciones de las zonas nuevas y de la casa en general como por ejemplo la calefacción, las losas del patio de delante o la pavimentación de la bodega del sótano. La última obra que se hizo en esta etapa fue el porche del garaje que se dejó abierto para que tuviera capacidad para dos coches. Con posterioridad el pajar se agrieto peligrosamente. Había que hacer unos contrafuertes en la parte que daba al pueblo. Yo pensé que se podía aprovechar para ampliar la casa de lo Masoveros con un salón-comedor con porche que daba a la era y chimenea, así como unanueva habitación con lavabo y un almacén en la parte posterior. Estas fueron las últimas obras que se hicieron en el Aragall.